Patria

Entre las primeras noticias -ajenas al coronavirus- leo que se va a estrenar Patria, la novela que le hizo famoso a Fernando Aramburu. La veré, como leí el libro, aunque entre líneas había demasiado rencor y ausencia de perdón. Cada uno de nosotros tiene su patria que no coincide con las otras patrias de los demás. Por la ventana veo tejados y al fondo adivino el mar. He estrenado despacho nuevo y con el despacho una nueva vida que me resulta extraña, como si no fuera mía. Parece que se me ha olvidado escribir y las teclas perezosas se mueven despacio y sin obedecer a mi cabeza, es porque mi cabeza está llena de huecos que no he sabido llenar en tantos años. No es tarde. Quiero pasar página, pero mis dedos se enredan incapaces de dar el giro necesario. Alguien decía que si no puedes pasar página empieza otro libro. No sé que libro elegir. La intuición me dice que he de reescribir el libro antiguo, releerlo y luego dejarlo olvidado en una balda de la biblioteca. Mi Patria. Quiero hacerlo, pero me cuesta. Esta es la séptima versión que hago de la misma historia. Ya no la voy a continuar. Es un día cualquiera de septiembre, sin premoniciones, ni recuerdos. Es nuevo y, aunque está amaneciendo, cada segundo es eternamente distinto al anterior. Un día de este extraño 2020. Tiempo del recuerdo. Escucho la Sinfonía del Nuevo Mundo, el primer concierto que asistí en mi vida. Un recuerdo musical que se queda vagando en mi pensamiento; estaba quieto, acurrucado como un niño pequeño, asustado. Lo he despertado...

Por favor, no me mandes flores

Cuando me iba a dormir vi una imagen que me quitó el sueño. Mazos de rosas, claveles, tulipanes y lirios se amontonaban y un trabajador -para mí con una crueldad desproporcionada- cortando los ramos con total indiferencia, mientras caían pétalos y tallos en un inmenso montón que iba a la basura. A un lado, dos hombres y una mujer con mascarilla reprimían las lágrimas. Posiblemente eran los que habían cuidado de la belleza y crecimiento de aquellas flores. Eran su vida, pero esa vida -la de las flores- no servía. No podemos comprar flores. Aunque quiera decir te amo con rosas rojas, te deseo la paz con una rosa blanca, te ofrezco mi cariño con una rosada, eres mi amor secreto con una gardenia, seré fiel como un tulipán o inocente como un ramo de margaritas. Todo se ha perdido. Quedan las flores efímeras del almendro y el cerezo que empiezan a perder el color para hacerse fruto. Pienso que seguirá la flor de loto y el nenúfar que aparece de noche y se cierra a la mañana. Nacen en los lagos y los lagos no han desaparecido. Este año se ha llevado las flores de la primavera. He soñado que encima de las toneladas de basura que hemos almacenado donde hemos podido (melones y sandías, fresas, nadie ha podido aprovechar tan deliciosa podredumbre), habían empezado a nacer unas exóticas flores que se cuidaban solas, esperando a que lleguemos y, con su presencia sensual, pedirnos que no echemos más desperdicios, porque ellas sólo nacerán una vez. Me he despertado con una gran paz. Paz porque la playa de Las...

Hija, ya serás capaz

Las mujeres no odiamos al hombre, queremos -porque somos- ser iguales a él. Pero arrastramos un lastre de siglos  que nos ha ido encadenando hasta casi impedirnos respirar. Todo movimiento de empoderamiento de la mujer ha sido aplastado por el hombre y, en nuestra cultura, por la iglesia. En la Edad Media, un grupo de mujeres libres se organizaron a si mismas. Había solteras, casadas -con sus maridos en las cruzadas- y viudas. Hacían lo que les daba la gana. El movimiento empezó en Flandes. Estas mujeres, se llamaron beguinas, tenían su casa particular con jardín. Si gozaban de buena posición social los acompañaban sus servidores. Se organizaron en las afueras de las ciudades, con casitas preciosas jugando al corro en torno a una campa grande llena de lirios. Pintaba, escribían, bordaban, incluso cuidaban a los enfermos -dicen que las primeras enfermeras de la historia fueron beguinas-, sin pertenecer  una congregación religiosa. La iglesia vio que las beguinas y sus beguinatos (el conjunto de viviendas) iban alcanzando poder y, para controlarlas, les obligaron a tener un templo  en medio del campo de lirios, una abadesa e incluso votos, pero no aceptar el voto de pobreza. La iglesia tuvo miedo de cómo destacaban las beguinas y poco a poco las hicieron desaparecer. Hay un extraño miedo a la mujer que tiene la ocurrencia de salir de las normas impuestas por la sociedad. Una mujer no sueña con una cocina, porque igual es física y no ha entrado nunca hasta el fogón, ni sabe freír un huevo, planchar, lavar, pasar el aspirador… La primera astrónoma Paris Prismis (Estanbul1911-Mejico.1999) miraba las estrellas,...

La primavera, después

Un buen profesor de la universidad, Francisco Gómez Antón, nos contó que encontró en Nueva York una chica joven con un cartel que ponía: Soy ciega y no puedo ver la primavera. He recordado muchas veces esta frase, sin saber que alguna vez la iba a sentir como propia. Para todos nosotros ha llegado la primavera y la podemos ver desde la ventana. Imaginar las flores que en este mes han crecido sin que nadie las riegue. Los que no tienen vistas pueden ver jardines y parques rebosantes de flores. Quizás nunca le hayan interesado las rosas, las peonías o las margaritas, pero sé que al salir de este confinamiento, disfrutarán mirando la belleza y perfección de una camelia y la belleza serena de los lirios. Después de estos días, vamos a ser más buenos. El mundo se ha hecho persona y se vuelca ofreciendo lo que puede. La política no es un corral de gallos, sino un grupo de compañeros unidos para trabajar (las excepciones dan vergüenza). La compatibilidad se ha quedado lejos, con el tú más y los gritos exaltados. Hemos recuperado el silencio, el cariño, la posibilidad de hablar juntos en familia y utilizar el móvil para preocuparnos por nuestros amigos. El aire se ha llevado la contaminación, Venecia tiene limpios sus canales, las playas no tienen bolsas de plástico ni peladuras de fruta, en los bosque no se encuentran periódicos  arrugados y papel de aluminio de restos de merienda. Los corzos y los bambis  saltan felices entre las rocas sin oír los tiros de los cazadores, hasta los peces nadan indolentes sin ver las cañas...

Desde la residencia

Estoy aplaudiendo en mi habitación. Sola. Sé que nadie me oye. El personal sanitario está ocupado. Más ocupado que nunca en su vida. Cuando entran en la habitación para hacerme rehabilitación o traer el desayuno, sonríen como si aquí no pasase nada. Saben que la residencia -todas las residencias- es un lugar de riesgo, aunque, ya qué más da, el virus es un monstruo de mil cabezas que llega sin avisar. Entra por dónde le da la gana, por las ventanas, por las juntas de los muebles y hasta las grietas más escondidas del suelo. Es el rey del mundo, no podemos huir porque siempre nos encontrará la dama del alba, esa eterna visitante que ahora tiene cara de coronavirus, como la medusa, si le cortan una culebra de su pelo, nace otra y otra. No hay ningún Perseo que le arranque la cabeza sin mirarle a la cara para que muera. Dicen que Medusa era una sacerdotisa hermosísima de Atenea, los dioses estaban enamorados de ella. Poseidón, dios del mar, la violo y Atenea, enfurecida por la perdida de la virginidad de Medusa, la convirtió en Gorgona con el pelo de serpientes y los ojos ardientes; si alguien los miraba moría. Pero Perseo le cortó la cabeza y, de su sangre nació Pegaso, un caballo blanco alado, y galopó por el cielo con sus alas extendidas. Necesitamos que venga Pegaso con un montón de vacunas en sus lomos. Que llegue antes de que nos mire el virus y no podamos escondernos en ningún rincón, por muy oculto que esté en el universo. El coronavirus sabe que puede descubrirnos...